sábado, 10 de marzo de 2007

Desajustado, de Isaac Asimov


Los organismos que consiguen establecer con éxito una relación parasitaria conviven amigablemente con su huésped. Los parásitos de más éxito no inflingen a éste ningún daño perceptible y hacen que su presencia sea lo menos llamativa posible. Cualquier parásito que perjudica a su huésped actúa en detrimento de su propio mundo y de su propio sustento. Cuando el parásito llega al extremo de matar al huésped, muere él mismo. Así pues, los parásitos que mejor sobreviven son aquellos que han conseguido “ajustarse” perfectamente a sus huéspedes.



Cualquier ser humano, está cargado de bacterias y de otros agentes infecciosos que, en general, viven de nosotros y dentro de nosotros sin perjudicarnos para nada y si gravar nuestro organismo más de lo que puede soportar; llegado el caso, son mantenidos a raya por las defensas naturales del cuerpo. La situación se desajusta a veces y entonces sufrimos infecciones, fiebre y enfermedades. Pero aun en esos casos, lo normal es que nos recuperemos y volvamos a la anterior situación de ajuste.


El ajuste no es, claro está, una cuestión de elección deliberada, sino el producto de la química celular que permite al parásito atacar, y al huésped defenderse, en una especie de equilibrio de poder. Al equilibrio se llega a través de los procesos de selección natural, porque aquellos parásitos que atacan con inusitada eficiencia y aquellos huéspedes que no saben defenderse bien tienden a extinguirse antes que el resto.


La química celular puede cambiar de una generación a otra por mutaciones en los genes que la controlan. Los parásitos microscópicos se reproducen con tanta rapidez que la cantidad total de mutaciones es enorme, lo cual significa que algunas serán, de seguro, perniciosas. Puede ocurrir que un cierto parásito experimente cambios que aumenten su capacidad de ataque o que le permita mudarse de un huésped a otro. Una nueva cepa de una enfermedad hasta entonces benigna puede tornarse muy virulenta o muy contagiosa. Con el tiempo se extinguen los huéspedes menos preparados para defenderse y los parásitos menos capaces de restringir su ataque, llegándose así a un nuevo ajuste.


El caso más grave de este tipo en toda la historia de la humanidad se dio en el siglo XIV. En algún lugar de Asia Central apareció hacia 1330 una nueva cepa de bacilo de la peste frente a la cual los humanos estaban especialmente indefensos. La epidemia se propagó y hacia 1347 había llegado a Europa Occidental. La enfermedad recibió el nombre de “peste negra” y en total duró un cuarto de siglo. En este tiempo logró acabar con un tercio de la especie humana; sólo en Europa hubo unos 25 millones de muertes. Fue el mayor desastre que jamás haya caído sobre la humanidad.


Aparte de éste ha habido otras epidemias graves que han afectado a todo el planeta, antes y después de la peste negra. La más reciente fue la gripe que arrasó en 1918, cuando terminaba la Primera Guerra Mundial. En un año mató a 30 millones de personas, aunque esta cifra representaba a la sazón 1/60 de la población mundial.


Cuando pensamos en calamidades semejantes solemos verlas como cosas del pasado. Los actuales conocimientos de higiene y el uso de antitoxinas y antibióticos han permitido reforzar las defensas de la moderna tecnología médica. Al primer indicio de que en 1976 podría irrumpir una epidemia de gripe parecida a la de 1918, se puso inmediatamente en práctica un plan para vacunar a todos y cada uno de los norteamericanos. Ahora, si es cierto que la ciencia puede contribuir a las defensas del ser humano, también puede potenciar, sin preverlo, la virulencia del parásito.


Los biólogos pueden alterar los genes de microorganismos, provocando mutaciones artificiales, con la esperanza de comprender la maquinaria de la vida y producir nuevas cepas de organismos que tengan propiedades útiles para los humanos.


Sin embargo, no siempre es posible predecir los resultados de remodelar un gen. ¿Qué ocurriría si el producto es un tipo de microorganismo con redoblada capacidad patógena, o con superior capacidad de salvar las defensas naturales del cuerpo, o de los antibióticos? ¿Y si un microorganismo corriente e inofensivo, de los muchos que infestan el cuerpo de cualquier persona, se tornara en una nueva cepa peligrosa? ¿Y si un virus remodelado resulta tener la capacidad de alterar la química de las células que invade y de provocar un cáncer?


La probabilidad de que ocurra algo de esta especie es muy pequeña pero el peligro es tan estremecedor – una nueva peste negra de efectos más devastadores, o una epidemia de cáncer que se propagase rápidamente – que, por pequeña que sea la probabilidad de que ocurra, sigue siendo intolerable. El deseo natural es reducir la probabilidad a cero, poniendo fin a cualquier clase de investigación que exija manipular los genes de esta forma. Sin embargo, la mayoría de los científicos se resisten a cerrar esta puerta de la investigación.

Isaac Asimov, 1986

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