martes, 27 de enero de 2009

mil millones

Según he podido leer esta mañana, ya somos más de mil millones de internautas.

En su momento, allá por 1997, cuando por la Web se asomaban poco más de 50 millones de personas, Tim Berners-Lee, uno de los padres de la criatura, comentó:

"Yo mido el tiempo en años Web y cada uno dura sólo 2,6 meses"..

Según sus cálculos, y teniendo en cuenta que inventó la Web en 1990, Internet tendría ahora más de 90 años reales...

...Y ahí sigue el abuelete. Parece que todavía no chochea..




Entradas relacionadas:
La red no debe tener dueño - Tim Berners-Lee

domingo, 25 de enero de 2009

como una caja de bombones

Esto de internet no deja de sorprenderle a uno. No señor. Desde que comencé a adentrarme en la red, lo primero que me llamó la atención es que todos nuestros hábitos se manifiestan también aquí. Aunque tengamos herramientas y gocemos de libertad para movernos a nuestro antojo, casi siempre acabamos haciendo lo mismo... Seguimos siendo animales rutinarios también en el ciberespacio... Es como si tuviéramos las oportunidad de visitar la Gran Biblioteca de Alejandría, y nos dedicáramos a curiosear siempre los mismos papiros.. Esto lo pude comprobar también cuando, dando cursos de formación, al final de la clase dejaba un rato a los alumnos para que hicieran lo que les viniese en gana. Era igual si se trataba de niños o adultos, todos acaban entrando en los mismos sitios todos los días.. Muy pocas veces rompían la rutina... Por eso, un buen ejercicio que procuro hacer por lo menos una vez a la semana es saltar el precipicio de la costumbre y, sin mapas ni brújulas, adentrarme en los cruces de caminos que forman la gran telaraña . En ocasiones incluso utilizo herramientas de búsqueda aleatoria, como puede ser ‘Random Google Page’, que con la sugerente frase ‘Take me into the unknown !” nos invita a dejar a un lado el criterio del PageRank impuesto por Google y aventurarnos a visitar cualquier nodo de la red, documentos pdf’s incluidos.. Es como aquella frase de Forrest Gump, la de la caja de los bombones: no sabes cuál te va a tocar.. Y esta mañana me ha tocado uno delicioso, uno con el envoltorio xkcd..


Por lo que he podido leer, xkcd es un cómic online creado por un tal Randall Munroe, un
diseñador de robots de la NASA, que el propio autor describe como “cómic web de romance, sarcasmo, matemáticas y lenguaje”. Ahí queda eso.. Bajo licencia Creative Commons, cada lunes, miércoles y viernes, aparece una nueva tira a eso de la medianoche. Dibujos muy simples -los clásicos hombres-palo- para tratar temas que van desde la vida o el amor, a ingeniosas bromas científicas o referencias a internet. Podemos visitar tanto la web original como una en castellano. He escogido algunas que me han gustado para mostrarlas aquí. Espero que acabéis como yo, soltando unos lagrimones de aquí te espero..

(como siempre, pulsar en la imagen para ampliar)


INTERNET




INSOMNIO




SEMÁFOROS





GPS BARATO

.



FALLOS DE TRADUCCIÓN





INGENIEROS





GIROSCOPIOS




jueves, 22 de enero de 2009

Los nombres de dios

El doctor Wagner se contuvo haciendo un esfuerzo. La cosa tenía mérito. Después dijo:

–Su pedido es un poco desconcertante. Que yo sepa, es la primera vez que un monasterio tibetano encarga una máquina de calcular electrónica. No quisiera parecer curioso, pero estaba lejos de pensar que un establecimiento de esta naturaleza tuviese necesidad de aquella máquina. ¿Puedo preguntarle qué piensa hacer con ella?

El lama se ajustó los faldones de su túnica de seda y dejó sobre la mesa la regla de cálculo con la que acababa de hacer la conversión de libras en dólares.

–Con mucho gusto. Su calculadora electrónica tipo cinco puede hacer, si su catálogo no miente, todas las operaciones matemáticas hasta diez decimales. Sin embargo, me interesan letras y no números. Tendría que pedirles que modificasen el circuito de salida, de modo que imprimiese letras en vez de columnas de cifras.

–No acabo de comprender...

–Desde la fundación de nuestro monasterio, hace más de tres siglos, nos hemos venido consagrando a cierta labor. Es un trabajo que acaso le parezca extraño, y por ello le pido que me escuche con espíritu abierto.

–De acuerdo.

–Es sencillo. Estamos redactando la lista de todos los nombres posibles de Dios.

–¿Cómo?

El lama prosiguió, imperturbable:
–Tenemos excelentes razones para creer que todos estos nombres requieren, como máximo, nueve letras de nuestro alfabeto.

–¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

–Sí. Y hemos calculado que necesitaríamos quince mil años para completar nuestra tarea.

El doctor lanzó un silbido ahogado, como si estuviera un poco aturdido.
–O. K. Ahora comprendo por qué quiere usted alquilar una de nuestras máquinas. Pero, ¿cuál es el objeto de la operación?

El lama vaciló una fracción de segundo, y Wagner temió haber molestado a aquel singular cliente que acababa de hacer el viaje de Lhassa a Nueva York con una regla de calcular y el catálogo de la «Compañía de Calculadoras Electrónicas» en el bolsillo de su túnica de color azafrán.

–Puede llamarlo ritual si así lo quiere –respondió el lama–, pero tiene una gran importancia en nuestra fe. Los nombres del Ser Supremo, Dios, Júpiter, Jehová, Alá, etc., no son más que rótulos escritos por los hombres. Consideraciones filosóficas demasiado complejas para que se las exponga ahora nos han dado la certidumbre de que, entre todas las permutaciones y combinaciones posibles de letras, se encuentran los verdaderos nombres de Dios. Pues bien, nuestro objeto consiste en encontrarlos y escribirlos todos.

–Ya comprendo. Han empezado ustedes con A.A.A.A.A.A.A.A.A. y terminarán con Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.

–Con la diferencia de que utilizamos nuestro alfabeto. Desde luego, supongo que les será fácil modificar la máquina de escribir electrónica adaptándola a nuestro alfabeto. Pero hay otro problema más interesante, la disposición de circuitos especiales que eliminen las combinaciones inútiles. Por ejemplo, ninguna de las letras debe aparecer más de tres veces sucesivamente.

–¿Tres? Querrá decir dos.

–No. Tres. Pero la explicación detallada requeriría demasiado tiempo, aunque comprendiera usted nuestra lengua.

Wagner dijo, precipitadamente:
–Claro, claro. Prosiga.

–Le será fácil adaptar su calculadora automática para lograr este punto. Convenientemente dispuesta una máquina de este tipo puede permutar las letras unas tras otras e imprimir el resultado. De esta manera –concluyó el lama tranquilamente–, lograremos en cien días lo que nos habría costado quince mil años más.

El doctor Wagner creyó perder el sentido de la realidad. Las luces y los ruidos de Nueva York parecían esfumarse al llegar a las ventanas del building. Allá, a lo lejos, en su remoto asilo montañoso, los monjes tibetanos componían desde hacía trescientos años, generación tras generación, su lista de nombres desprovistos de sentido... ¿Acaso la locura de los hombres no tenía un límite? Pero el doctor Wagner no debía manifestar sus pensamientos. El cliente tiene siempre razón...

Respondió:
–No cabe duda de que podemos modificar la máquina tipo cinco de manera que imprima las listas como usted desea. Me preocupa más la instalación y el manejo. Además, no será fácil transportarla al Tibet.

–Esto puede arreglarse. Las piezas sueltas son lo bastante pequeñas para que puedan transportarse en avión. Por esto hemos escogido la máquina de ustedes. Envíen las piezas a la India, y nosotros nos encargaremos de lo demás.

–¿Desean los servicios de dos de nuestros ingenieros?

–Sí, para montar la máquina y vigilarla los cien días.

–Enviaré una nota a la dirección de personal –dijo Wagner, escribiendo en un bloc–. Pero aún hay dos cuestiones más que resolver...

Antes de que pudiese terminar la frase, el lama había sacado del bolsillo una hojita de papel.
–Aquí tiene el estado, certificado, de mi cuenta en el Banco Asiático.

–Muchas gracias. Perfectamente... Pero, si me permite, hay otra cuestión, tan elemental que casi no me atrevo a mencionarla. A menudo ocurre que se olvidan las cosas más evidentes... ¿Disponen de energía eléctrica?

–Tenemos un generador Diesel eléctrico de cincuenta kilovatios y ciento diez voltios. Fue instalado hace cinco años y funciona bien. Nos facilita la vida en el monasterio. Lo compramos principalmente para hacer girar los molinos de oración.

–Ah, ya. Naturalmente. Hubiese debido pensarlo...



La vista, desde el parapeto, producía vértigo. Pero uno se acostumbra a todo.

Tres meses habían transcurrido, y a Georges Hanley no le impresionaban ya los seiscientos metros de caída vertical que separaban el monasterio de los campos cuadriculados del llano. Apoyado en las piedras redondeadas por el viento, el ingeniero contemplaba con ojos cansinos las montañas lejanas cuyos nombres ignoraba. «La operación nombre de Dios», según la había bautizado un humorista de la Compañía, era sin duda el trabajo más desconcertante en que jamás hubiera participado.

Semana tras semana, la máquina tipo cinco modificada había llenado miles y miles de hojas con sus inscripciones absurdas. Paciente e inexorable, la máquina calculadora había agrupado las letras del alfabeto tibetano en todas las combinaciones posibles, agotando una serie tras otra. Los monjes recortaban ciertas palabras al salir de la máquina de escribir eléctrica y las pegaban devotamente en unos enormes registros. Dentro de una semana, su trabajo habría terminado.

Hanley ignoraba qué cálculos oscuros los habían llevado a la conclusión de que no hacía falta estudiar conjuntos de diez, de veinte, de cien o de mil letras, y no tenía ningún empeño en saberlo. En sus pesadillas, soñaba algunas veces que el gran lama decidía bruscamente complicar un poco más la operación y que había que proseguir el trabajo hasta el año 2060. El hombre parecía muy capaz de una cosa así.

Crujió la pesada puerta de madera. Chuk se reunió con él en la terraza. Chuk estaba fumando un cigarro, como de costumbre. Se había hecho popular entre los lamas repartiéndoles habanos. «Aquellos individuos podían estar completamente desquiciados –pensó Hanley–, pero no tenían nada de puritanos.» Las frecuentes excursiones al pueblo no habían carecido de interés.

–Escucha, Georges –dijo Chuk–, estoy preocupado.

–¿Se ha estropeado la máquina?

–No.

Chuk se sentó en el parapeto. Fue algo sorprendente, pues, de ordinario, temía el vértigo.

–Acabo de descubrir el objeto de la operación.

–¡Pero si ya lo sabíamos!

–Sabíamos lo que querían hacer los monjes, pero ignorábamos el porqué.

–¡Bah! Están chalados...

–Escucha, Georges, el anciano acaba de explicármelo. Piensan que cuando se hayan escrito todos estos nombres (que, según ellos, son unos nueve mil millones), se habrá alcanzado el divino designio. La raza humana habrá cumplido la misión para la que fue creada.

–Y después, ¿qué? ¿Esperan, acaso, que nos suicidemos?

–Sería inútil. Cuando la lista esté terminada, intervendrá Dios, y todo habrá acabado.

–¿Se acabará el mundo?

Chuk lanzó una risita nerviosa.

–Esto es lo mismo que le he dicho al anciano. Entonces él me ha mirado de un modo extraño, como el maestro a un discípulo particularmente lerdo, y me ha dicho: «¡Oh, no será una cosa tan insignificante!»

Georges reflexionó un momento.
–Es un tipo que, por lo visto, tiene grandes ideas –dijo–, pero no veo que cambie nada la situación. Ya habíamos convenido en que están locos.

–Si. Pero, ¿no te das cuenta de lo que puede ocurrir? Si, terminadas las listas, no suenan las trompetas del ángel Gabriel, en su versión tibetana, pueden pensar que es por culpa nuestra. A fin de cuentas, utilizan nuestra máquina. No me gusta esto... –Comprendo... –dijo Georges, muy despacio–, pero ya he visto otros casos parecidos. Cuando yo era pequeñín, hubo en Luisiana un predicador que anunció el fin del mundo para el domingo siguiente. Centenares de personas le creyeron. Incluso algunas se vendieron sus casas. Pero nadie se encolerizo cuando pasó el domingo. La mayoría pensó que había sido sólo un pequeño error de cálculo, y muchos de ellos siguen creyendo igual.

–Para el caso de que no lo hayas notado, debo advertirte que no estamos en Luisiana. Estamos solos, los dos, entre centenares de monjes. Son muy simpáticos, pero preferiría hallarme lejos cuando el viejo lama se dé cuenta del fracaso de la operación.

–Hay una solución: un pequeño sabotaje inofensivo. El avión llega dentro de una semana, y la máquina acabará su trabajo en cuatro días, a razón de veinticuatro horas por día. Sólo tenemos que hacer una reparación que dure tres o cuatro días. Si calculamos bien el tiempo, podemos hallarnos en el aeropuerto cuando salga de la máquina la última palabra.

Siete días más tarde, cuando sus caballitos montañeros descendían la carretera en espiral, Hanley dijo:
–Siento un poco de remordimiento. No huyo porque tenga miedo, sino porque me dan pena. No quisiera ver la cara que pondrá esta buena gente cuando se detenga la máquina.

–Si no me equivoco –dijo Chuk–, han adivinado perfectamente que huíamos, y les ha tenido sin cuidado. Ahora saben que la máquina es absolutamente automática y que huelga toda vigilancia. Y también creen que no habrá un después.

Georges se volvió en la silla y se quedó dormido. La mole del monasterio recortaba su parda silueta sobre el sol poniente. Unas lucecitas brillaban de vez en cuando bajo la masa sombría de las murallas, como los tragaluces de un navío en ruta. Eran lámparas eléctricas suspendidas en el circuito de la máquina número cinco.

« ¿Qué sucedería con la calculadora eléctrica? –se pregunto Georges–. ¿La destruirían los monjes, a impulsos del furor y el desengaño? ¿O volverían a comenzar de nuevo?»

Como si todavía estuviese allí, veía todo lo que pasaba en aquel momento en la montaña, detrás de las murallas. El gran lama y sus auxiliares examinaban las hojas, mientras los novicios recortaban nombres extravagantes y los pegaban en el enorme cuaderno. Y todo esto se realizaba en medio de un religioso silencio. No se oía más que el tableteo de la máquina, golpeando el papel como una lluvia mansa. La propia máquina calculadora, que combinaba millares de letras por segundo, era absolutamente silenciosa...

La voz de Chuk interrumpió sus sueños.
–¡Míralo! ¡He ahí una visión agradable!

Semejante a una minúscula cruz de plata, el viejo avión de transporte «D. C. 3» acababa de posarse allá abajo, en el pequeño aeródromo improvisado. Esta visión daba ganas de beber un buen trago de whisky helado. Chuk empezó a cantar, pero se interrumpió de pronto. Las montañas parecían restarle ánimos.

Georges consultó su reloj.

–Estaremos en el llano dentro de una hora –dijo. Y añadió–: ¿Crees que habrá terminado el cálculo?

Chuk no respondió, y Georges levantó la cabeza. Vio que el rostro de Chuk estaba muy pálido, vuelto hacia el cielo.

–Mira –murmuró Chuk.


Georges, a su vez, levantó los ojos.


Por última vez, encima de ellos, en la paz de las alturas, las estrellas se apagaban una a una...




Los nueve mil millones de nombres de Dios (1953),
Arthur C. Clarke

martes, 13 de enero de 2009

regreso a los orígenes

2009 es el año dedicado a la Astronomía, a Galileo y a Darwin. Por un lado la UNESCO declara este 2009 como año de la Astronomía para conmemorar los cuatro siglos del primer telescopio de Galileo y de la publicación de dos de las Leyes de Kepler sobre el movimiento de los planetas. Por otra parte, el próximo 12 de Febrero se celebra el segundo centenario del nacimiento del naturalista inglés Charles Robert Darwin a la vez que se cumplen 150 años de la publicación de "El Origen de las Especies".



De las muchas actividades que se están llevando a cabo por el Año Darwin (sobretodo en Reino Unido, donde ya hay en marcha un sello de correos conmemorativo, dos largometrajes, un nuevo museo, dos exposiciones y numerosos simposios), la que más me ha sorprendido por su originalidad es la que está desarrollando en la blogocosa John Whitfield con su blog "Blogging the Origin". Whitfield, divulgador científico especializado en biología evolutiva, declara no haber leído "El Origen de las Especies". Así que, aprovechando la excusa que nos brinda este año, ha decidido leer la obra de Darwin y comentarla en su blog por capítulos. Una idea fantástica.

Y si Whitfield confiesa, yo también: no he leído "El Origen de las Especies". Tengo un ejemplar en la estantería que desde que lo compré hace unos años colabora silenciosamente con el aumento de la entropía del Universo... Pero hasta tal punto me ha gustado la idea que pienso unirme a ella. Puedo prometer y prometo leer "El Origen de las Especies" durante este 2009.. ¿Alguien más se apunta?


domingo, 11 de enero de 2009

psicología científica

"Por tanto, cuando hablamos de la 'psicología como ciencia natural', no debemos suponer que esto hace referencia a una especie de psicología que se apoya sobre sólidos cimientos. Quiere decir precisamente lo contrario. Hace referencia a una psicología especialmente frágil, en las que las aguas de la crítica metafísica se fugan por todas las junturas, una psicología en la que tenemos que volver a considerar en una perspectiva más amplia todos los supuestos y todos los datos, formulándolos de otra manera. Se trata, en resumen, de una expresión de cautela y no de arrogancia... Una cadena de hechos desnudos, un poco de charla y discusión de opiniones, algunas clasificaciones y generalizaciones en el mero nivel descriptivo, un fuerte prejuicio acerca de que tenemos estados mentales, y que nuestro cerebro los condiciona... Esto no es ciencia, sino sólo esperanza de una ciencia... la mejor manera de hacer más fácil (los logros científicos) consiste en darse cuenta de cuán grande es la oscuridad en la que nos movemos a tientas, y en no olvidar nunca los supuestos de la ciencia natural con los que comenzamos son algo provisional y revisable".


William James, 1892, Text Book of Pyschology, MacMillan